
El suboficial Alejandro “Mustafá” Tijerina no murió por su enfermedad, murió por el abandono. Su historia sacude hasta a los más indiferentes.
Con más de 30 años de servicio en la Policía Federal, y habiendo sido parte de la custodia presidencial en los años 90, Mustafá terminó su vida solo, tirado en el piso del baño del Hospital Churruca. Sufría un cáncer avanzado, pero ya no tenía acceso a su medicación oncológica. La obra social policial, bajo la órbita del Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich, le había cortado los remedios. Sin respuestas, sin alivio y con un dolor insoportable, se suicidó.
Dejó cuatro cartas: una para Dios, una para su familia, otra para sus compañeros y otra para el Estado que lo dejó caer. En cada una, dejó en claro que su decisión fue forzada por la falta de atención, el abandono institucional y la humillación de tener que rogar por lo que le correspondía.
Este caso no es un hecho aislado. Se inscribe en un contexto de ajuste brutal por parte del gobierno de Javier Milei, que no distingue entre planeros y servidores públicos. Recortes, desidia y desprecio. La muerte de Mustafá lo demuestra.
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